EL
VALOR DE LA VIDA
REFLEXIONES
SOBRE EL VALOR, LA FUNCIÓN, EL PRECIO Y LAS DECISIONES SOBRE LA
BIODIVERSIDAD
Puede parecer extraño que a estas alturas aún nos estanquemos en el debate entre el valor y el precio, pero así es. Aunque existan toneladas de escritos sobre la diferencia entre uno y otro, todavía hacemos descansar la mayor parte de las decisiones sobre esa mínima, parcial y deficiente forma de cuantificar una parte del valor de las cosas que es el precio. Así nos va.
El valor de la biodiversidad, entendida como variedad de formas de vida, tanto en la escala de la diversidad genética, como en la taxonómica (de especies) y ecológica (de ecosistemas), tal y como la define el Convenio sobre la Diversidad ecológica (Río de Janeiro, 1992), es, desde luego, infinito. No obstante, en esta sociedad que trata de cuantificarlo todo, le atrae la idea de habilitar métodos con los que valorar la biodiversidad. Ciertamente no carece de lógica en un mundo que parece adoptar sus decisiones en función de las asignaciones de valor económico de intercambio, el que muchos economistas se devanen los sesos buscando la mejor forma de poner precio a la diversidad de la vida. En realidad, como afirman muchos de ellos, la economía valora cuestiones tan "rechazables" como la propia vida humana (y en ella se aplican sin mayores vergüenzas criterios diferentes dependiendo del origen y extracción social de la vida valorada: no vale lo mismo, desde luego, un sudanés que un suizo); así, las compañías de seguros indemnizan con una cantidad determinada la pérdida de una vida humana, o se realizan cálculos de inversión en sistemas de seguridad que evitan riesgos (con estimaciones sobre las vidas que se pueden salvar por término medio hasta los límites que la inversión considera aceptables para sus intereses, lo que incluye implícitamente una determinada valoración económica de cada vida humana). ¿De qué extrañarse, pues, por tratar de valorar económicamente la biodiversidad?
La cuestión crucial no está en la valoración económica de la biodiversidad o de la vida humana en sí misma, sino en el hecho subsiguiente de sustentar la toma de decisiones acerca de lo que se va a hacer exclusiva o fundamentalmente en dicha valoración. Es decir, lo peor no está en tratar de estimar un valor económico, sino en convertir éste en un "precio", en una cantidad para el intercambio. Justo ahí donde el supuesto "mercado" se queda ya tranquilo (y, con él, los adalides de dejar todas las decisiones a esa pretendida "mano invisible": esos propagandistas del "pensamiento único" y el "fin de la historia", más preocupados en general por engrosar sus bolsillos que por proseguir con la desde luego bastante inconclusa tarea de construir un mundo mejor y más habitable para todos), ahí es donde surgen los mayores problemas y amenazas de la valoración de la biodiversidad. Esa "mano invisible" de Adam Smith que supuestamente nos llevaría al bien común desde el interés individual privado, se ha visto contrapuesta con la existencia de las llamadas "deseconomías externas" o, en un tono más jocoso y significativo, del "pie invisible", como ha denominado el economista Herman Daly a la forma en la que habitualmente el interés propio y privado lleva a destruir a patadas el bien común.
Aunque hayamos comenzado por hablar de la valoración
de la vida humana, probablemente muy pocos (salvo algunos añorantes
de la esclavitud) estarían de acuerdo en que esa estimación
de precios deba servirnos para adoptar decisiones de "compra" o de qué
hacer con una determinada persona "valorada" con un cierto precio. Es decir:
podremos quizás aceptar que se asigne una determinada cantidad monetaria
a una vida humana a los meros efectos de indemnizar la pérdida de
una vida a los familiares, con todas las discusiones sobre la forma de
establecer dicho valor, pero no podemos aceptar la asignación de
un precio a la vida humana sobre el que hacer descansar nuestras posteriores
decisiones.
Pero no sólo hay límites en la valoración económica y sus consecuencias, hay también "asimetrías", como bien ha puesto de manifiesto la "economía ecológica", esa nueva, heterodoxa y refrescante nueva forma de abordar la "gestión de la casa (eco-nomía), desde el conocimiento de la misma (eco-logía)": Oikos, la raíz griega de ambas disciplinas, refiere a la "casa", es decir, en el fondo, donde habitamos: nuestro entorno, nuestro medio ambiente. Una de esa asimetrías más notorias descansa en la complementariedad -y no equivalencia- entre el llamado capital natural y el capital humano o económico. Y, sin embargo, la economía convencional parte, sin demasiados quebraderos de cabeza, de ese supuesto de equivalencia o intercambio. Veámoslo con algún mayor detalle: si se valora, pongamos por caso, (y ahora no entramos a cuestionar el método concreto utilizado para la valoración) un determinado cono volcánico lanzaroteño, obtendremos una determinada cantidad monetaria que se asume como su "precio" o valor de intercambio en base al interés que el recurso ofrece para un uso determinado, por ejemplo: para obtención de picón. Por tanto algún "comprador" interesado podría "convertirse" el volcán en una cantidad concreta de "billetes" que pagaría al inicial propietario del cono. Asistimos, pues, a la "conversión" de una forma geológica volcánica en dinero, es decir: de un capital natural en un capital humano o económico. Pero, ¿existe alguna posibilidad de reconstruir el volcán desmantelado, con su paisaje, su morfología, la disposición de sus materiales o la colonización vegetal de sus laderas (recuperar el capital natural, en suma) a partir del dinero obtenido con la transacción económica anterior? (o, incluso, con mucho más dinero).
No hay posibilidad, ciertamente. El capital natural no es equivalente al capital económico que nos reportó su venta: podemos transformar capital natural (bosques, volcanes, playas, seres vivos,...) en capital económico o humano (material de construcción, dinero, herramientas,...), pero sólo en casos anecdóticos encontraremos viable el camino inverso: la complementariedad es la característica que une a estos dos conceptos, no la equivalencia o la capacidad de sustituirse mutua y bidireccionalmente. Como ya descubriera Georgescu-Roegen la economía convencional ignora olímpicamente las leyes físicas y se inventa un termodinámicamente imposible "moble perpetuo" de bienes circulando sin gasto y generando un flujo no menos eterno de recursos monetarios recorriendo el camino inverso. Un paradigma imposible que, sin embargo, no arredra a los economistas ortodoxos.
Un primer problema que se encuentra frecuentemente reside en que cuando se establece una valoración económica, ésta descansa, por lo general, sólo en un aspecto de la posible utilidad o uso del objeto valorado. La valoración suele ser unidimensional y, por ello, sumamente parcial: el cono volcánico se valora en función del precio que un comprador está dispuesto a ofrecer por el uso que puede darle al picón y los áridos en la construcción. ¿Y qué pasa con la forma geológica desmantelada? ¿qué hay del valor nunca recuperable de un paisaje perdido? ¿qué, del desbroce de la vegetación de la ladera? ¿cómo se ha valorado el posible efecto captador de humedad del cono?,...
De hecho, los economistas ambientales que creen en la capacidad de la economía para ofrecer nuevos sistemas de valoración monetaria incorporando planteamientos novedosos (aunque manteniendo una buena parte del "núcleo central" del paradigma neoclásico aún dominante), buscan alcanzar este objetivo, entre otros medios, mediante la valoración de aquellas funciones naturales no consideradas tradicionalmente por la economía. Así, por ejemplo, los economistas D.W. Pearce y D. Morán, calcularon el valor económico de la función natural de protección contra los riesgos de inundación de los manglares de Malaisia calculando el precio que tendría la construcción de un muro de roca capaz de reemplazar esa función (sólo esa): el valor de esa única función protectora de los manglares era de unos 300.000 dólares por kilómetro. Esta valoración tiene el interés de poner de manifiesto que existe una función importantísima de los manglares que no se tiene habitualmente en cuenta cuando se toma la decisión de talarlos o eliminarlos (normalmente se valora la obtención de madera, el valor a obtener por la instalación de estanques de acuicultura o la instalación de construcciones humanas, por ejemplo). Sin embargo, hay que destacar que la valoración de Pearce y morán no deja de ser también parcial (sólo valora la función de protección contra inundaciones, pero habría que hacer también una valoración de la función de los manglares como hábitats de freza, cría y desarrollo de larvas y alevines de numerosas especies costeras, o el valor paisajístico, o la de las aves que utilizan el manglar como lugar de cría y descanso, etc.); por otra parte, la valoración a través de este sistema (el precio de construcción de una obra humana que sustituye una -sólo una- de las funciones naturales del manglar) ofrecerá distintas cantidades según los precios de los materiales o de la mano de obra locales (los manglares de Colombia tendrán, bajo este planteamiento, un valor diferente, en cuanto a su función protectora, a los de Malasia, Australia o Guinea Ecuatorial y no por su mayor o menor capacidad de protección, sino debido a las diferencias de salarios, precios locales, etc.). Nada, desde luego, que no ocurra en otros ámbitos de bienes económicamente valiosos, pero, una vez más, es preciso reflexionar acerca de si las decisiones sobre qué hacer se han de tomar en base fundamentalmente a estos instrumentos con tales sesgos y condicionantes.
En otros casos, los economistas ambientales parten de
la idea de establecer precios a través de la estimación de
la "disponibilidad" a pagar por mantener algo o a cobrar por perder algo,
dentro de las llamadas valoraciones "contingentes". De nuevo, numerosas
críticas aparecen frente a este otro tipo de valoración monetaria:
por ejemplo, a cualquiera se le ocurre que la disponibilidad a pagar o
la aceptabilidad de pagar tiene bastante que ver con el nivel económico
de aqeullos que son consultados. Se puede llegar a comprobar que el valor
más alto no descansa en la más importante función
natural desarrollada por un sistema natural (si de eso hablamos), sino
en la más desahogada capacidad económica de una población.
Como en las otras fórmulas de valoración, el exceso de antropocentrismo
y localismo afecta la valoración en demasía: el valor de
los paisajes naturales de Lanzarote, bajo estos métodos, podría
ser elevado simplemente sustituyendo la población actual por una
económicamente enriquecida y recelosa de ser despojada de su entorno.
Desde luego, no hay nada que objetar al hecho irrefutable de admitir la
existencia del peso tanto de las actitudes (el aprecio por el paisaje,
por ejemplo) como de la capacidad adquisitiva o económica de las
gentes en la valoración. Pero ¿hasta cuánto? . ¿No
debe haber unos límites a ese peso?, ¿no existen factores
inherentes o propios?. Y en la Antártida, donde no hay habitantes:
¿quién pugna por pagar o recibir? ¿Es aceptable destruir
hábitats y ecosistemas porque los habitantes de los mismos tienen
menor capacidad adquisitiva y pueden ofrecer una menor valoración
contingente por evitar el expolio o se conforman con menos por perder su
entorno?, ¿hasta qué punto?
Una de las aportaciones más interesantes de la economía preocupada por el medio ambiente descansa en el intento de formular un concepto de valoración más amplio que el habitualmente utilizado en las transacciones económicas o en las contabilidades nacionales. La noción del "Valor Económico Total" trata de reunir un amplio panorama de aspectos del valor que, a la escala de la reflexión, nos ofrece una perspectiva muy diferente y enriquecida del valor de lo natural.
El "Valor Económico Total" estaría compuesto por dos partes: el "Valor de Uso" y el "Valor de No-Uso" (algunos lo denominan también "Valor de Uso Pasivo"). Dentro del "Valor de Uso", incluiríamos el "Valor de Uso Directo", el "Valor de Uso Indirecto" y el "Valor de Opción"; mientras que dentro del "Valor de No-Uso" encontraríamos el "Valor de Legado" y el "Valor de Existencia". Ligeras diferencias pueden encontrarse en esta "taxonomía" de valores, según los autores y también en función de su concreción y aplicación.
El primero de los mencionados ("Valor de Uso Directo"), recoge los valores que se obtienen tangiblemente del uso directo del recurso; en el caso de la biodiversidad, por ejemplo, reflejaría el valor de usar la madera de los bosques, los vegetales o la carne de los animales como alimento, las pieles, etc. Por su parte, el "Valor de Uso Indirecto" refleja el valor que tienen los recursos (la biodiversidad, en nuestro caso) como proveedores indirectos de bienes y servicios. En esta sentido, el mayor interés descansa en la función (valor de uso indirecto) de la biodiversidad como proveedora de los llamados por Paul Ehrlich y otros "servicios ecológicos". Volveremos sobre esto algo más tarde, dada su importancia en el caso de la biodiversidad.
Finalmente, entre los valores de uso, encontramos los "Valores de Opción", es decir, el valor que representa un recurso al reservar su uso directo como opción para el futuro: la opción de utilizar el recurso en el futuro representa ese valor de uso. El "Valor de Opción" linda estrechamente con una categoría generalmente incluida entre los "valores indirectos" como es el "Valor de Legado" que incluye el valor de mantener intacto un recurso para nuestros descendientes. En realidad parte de la diferencia descansa en la condición de uso futuro, en un caso, o preservación para los descendientes, en el otro; una cierta sutilidad conceptual. Así, el hecho de que se optara por explotar sosteniblemente un recurso de pesca (como el Cherne o la Vieja, en Canarias), manteniendo la opción de uso futuro, representa un valor de opción que añadir al uso directo del recurso (pesca actual) y al uso indirecto (el banco, a su vez, ejerce una función de equilibrio sobre otras poblaciones marinas que, en sí misma, supone un servicio ecológico). Por otra parte, el preservar los hábitats de los jameos con su fauna endémica invertebrada o la Laguna de El Golfo, por ejemplo, representa, además, un valor de legado para las generaciones futuras.
El "Valor de Existencia", finalmente, reúne la idea del valor más intangible, por descansar en la idea de un valor no relacionado con ningún uso ni presente ni futuro, ni actual ni potencial. Tiene importantes componentes éticos, en los que cabe desde la noción de los "derechos de los otros seres vivos" a la mera simpatía por su existencia, incluyendo los valores religiosos, mitológicos o culturales de las diferentes poblaciones humanas. Por tanto, cabe en él tanto la simpatía por determinados animales (que lleva a movilizarse contra la pesca de ballenas o de focas a miles de ciudadanos que no lo hacen por ningún interés de uso directo o indirecto y no necesariamente por una idea de legado, sino por los propios animales a salvar) como el valor sagrado que adquiere un enclave para una determinada etnia o cultura.
Como puede verse son muchos y muy diversos los aspectos o tipos que adopta el "Valor Económico Total", al que algunos, además, añaden un "Valor Instrumental No Antropocéntrico" (el "Valor Económico Total" representaría el "Valor Antropocéntrico") en cuya compañía conformarían el "Valor Ambiental Total". Sin embargo, lo más destacado de toda esta reflexión podría ser el hecho de que tan sólo una fracción del "Valor de Uso Directo" es considerada habitualmente por parte de los mecanismos de valoración económica tradicional para adoptar decisiones económicas o verse reflejada en los instrumentos de valoración convencionales como la Contabilidad Nacional. Y sólo una parte, porque incluso toda aquella fracción de la biodiversidad (en nuestro caso) que es consumida o usada de forma directa (por ejemplo, como alimento o como fármaco) pero sin que medie una transacción comercial, es ignorada por esos instrumentos de valoración económica: lo que los aborígenes australianos consumen directamente como caza, pesca, madera para combustible o herramientas, hierbas para sanar o pieles, tablas y hojas para construir refugios, es decir, lo fundamental y "más valioso" para sus vidas, no encuentra el menor reflejo en la Contabilidad Nacional de su país, que lo ignora. Más aún: la deforestación masiva de un lugar, el desmantelamiento hipotético de un malpaís o la esquilmación de un banco pesquero local serían consideradas desde la perspectiva habitual de los sistemas de valoración económica de la contabilidad como ganancias derivadas de los beneficios reportados por la venta del material extraído, los salarios remunerados o los movimientos generados, pero no hay casilla en la que consignar las pérdidas (en muchos casos irreversibles) derivadas de la acción: no es extraño que sobre la base de tales instrumentos de valoración "real" para la adopción de decisiones, la pérdida de biodiversidad sea una constante que ha alcanzado ya una dimensión planetaria.
La revisión de los supuestos crecimientos económicos tenidos por diversos países y lugares (tanto del Norte como del Sur), se tambalean al incorporar tan sólo algunas estimaciones mínimas del valor parcial de lo perdido (recursos forestales, pesca, suelos fértiles,...), lo que indica que estamos creando "riqueza" sobre la base de la más burda y falsa de las formas de medirla: las pérdidas se ignoran y la tendencia al empobrecimiento real se convierte milagrosamente en crecimiento del PIB y la economía.
Por ejemplo: para establecer el axioma de que la economía
de Lanzarote prospera y crece ¿se han considerado las pérdidas
de sus paisajes, sus recursos naturales, sus litorales o su biodiversidad?.
¿Se ha valorado la destrucción de enclaves, los efectos ambientales
de la masificación turística en diversos puntos de la isla,
la alteración de numerosos hábitats y paisajes? ¿Se
incluyeron en las contabilidades de pérdidas la extinción
del Ostrero Unicolor canario o de las focas frailes que antaño alcanzaban
las costas lanzaroteñas, la reducción de los bancos pesqueros
locales o la degradación de diversos ambientes submarinos litorales?
Si no es así: ¿cómo sabemos qué es lo que pasa
en realidad? ¿Cómo podemos estar seguros de que Lanzarote
es más rico hoy que ayer? ¿En qué basar las decisiones
a tomar para proseguir y sobre qué hacer en adelante?
No debe resultarnos sorprendente, a tenor de la información que manejamos y de los instrumentos sobre los que basamos nuestras decisiones, que la crisis de la biodiversidad constituya una de las mayores preocupaciones ambientales en este fin de siglo. Aunque no conocemos con una mínima aproximación la magnitud de la biodiversidad mundial, ni siquiera en la burda forma de la riqueza total de especies que comparten con nosotros el planeta (¿cuatro millones?, ¿cien millones?: ambas cifras han sido propuestas a través de diferentes métodos de cálculo indirecto, ya que sólo hemos catalogado alrededor de un millón ochocientas mil de tales especies), según algunos cálculos habríamos iniciado un proceso de extinción en masa abrumador, que multiplicaría por un factor estimado entre mil y diez mil veces la tasa de extinción "normal" llamada "de fondo", es decir, aquella que se da en condiciones normales y que es contrarrestada por la inversa tasa de "especiación", es decir, la velocidad media por la que surgen nuevas especies a lo largo del curso evolutivo de la vida en la Tierra, un proceso explicado en su forma básica y fundamental por Charles Darwin en su "Origen de las Especies".
Ha habido al menos cinco momentos a lo largo de la historia de la vida en la Tierra durante los cuales se han producido catástrofes en masa: una gran parte de las formas vivas anteriores a tales periodos desaparecieron en el curso de la crisis. Esos momentos han sido calificados por los paleontólogos como periodos de "extinciones en masa". El más crucial y arrasador de todos ellos fue el tránsito del Pérmico al Triásico (los periodos de extinción en masa sirven como definitorios de límites estratigráficos y periodos geológicos, habida cuenta de la brusca diferenciación de faunas y floras fósiles a un lado y otro de la catástrofe). En dicho tránsito desapareció alrededor del 80% de todas las especies de invertebrados marinos existentes. Sin duda un cambio trascendental y global debió embargar el medio ambiente de entonces; un cambio que tuvo, sin duda, efectos marcados sobre la composición y características globales de las grandes capas fluidas de la Tierra: la atmósfera y los océanos y mares, con consecuencias en el clima. Un cambio global, por tanto. Lo mismo o parecido parece haber ocurrido al final del Ordovícico, del Devónico, del Triásico o del Cretácico. En este último caso, que supuso el final de los grandes reptiles terciarios (los famosos dinosaurios) tenemos un candidato individual para el origen de tamaña catástrofe: la colisión de un gran meteorito en la plataforma continental del actual Yucatán, lo que produjo un cambio climático global y la dispersión de una capa de iridio por todo el planeta, procedente de la desintegración del meteorito en su impacto terrestre, depositada junto a los finos sedimentos y polvo levantados por el choque que redujo la visibilidad y, con ella, la capacidad de la capacidad productiva de los ecosistemas. Pues bien, los datos en frío de lo que está aconteciendo, de acuerdo con las informaciones que nos suministra la investigación científica, ofrecen un panorama demasiado parecido a lo que caracteriza el desastre en masa de los cinco periodos aludidos, sólo que aún más rápido.
El cambio climático global, asentado en causas humanas y sobre la base de los datos suministrados por el Panel Intergubernamental para el Cambio Climático, el órgano científico de Naciones Unidos para analizar la evolución del clima, sería de tal velocidad que resultaría imposible de seguir por una readaptación biogeográfica de las faunas y floras mundiales, por otra parte fuertemente alteradas e impactadas por las actividades humanas. Si ya Vitousek nos alertó sobre el hecho de que al menos el 40% de la energía que entraba por vía de la fotosíntesis en los ecosistemas naturales es hoy desviada, anulada o controlada por los sistemas humanos, o si sabemos por los datos de la teledetección por satélites que la mitad de las tierras del planeta se ven alteradas de forma ostensible por las actividades humanas, no podemos pensar que esos ecosistemas fragmentados, degradados y alterados estén en las mejores condiciones para adaptarse al cambio climático más brusco que han conocido nunca (hay que recordar que las previsiones medias manejadas por el Panel representan un cambio climático de magnitud similar a la diferencia entre el periodo más frío de los periodos glaciales -en los que la mayor parte de Europa se vió cubierta de hielos- y la actualidad, y en el mismo sentido de calentamiento, sólo que ahora se produciría en el marco del próximo siglo, mientras que el calentamiento desde la última etapa glacial duró unos 10.000 años).
Los ecosistemas más amenazados son, como es natural,
los más frágiles y aislados. De hecho, buena parte de los
ámbitos insulares del mundo se verían muy afectados tanto
por el cambio climático en sí, como por las previsibles variaciones
de los niveles del mar. La fragilidad radica en la condición de
insularidad que impide la dispersión de los organismos a través
de corredores biológicos (por otra parte, prácticamente desmantelados
en los continentes) y, con ello, la remodelación y reasentamiento
de faunas y floras, si el ritmo de cambio lo permite. Las islas son ecosistemas
fragmentados de forma natural y es por ello que los procesos de extinción
son también más dramáticos y más frecuentes.
No sólo se ven las faunas y floras insulares amenazadas en la actualidad
por los efectos del cambio climático: de las extinciones de animales
registradas entre 1600 y 1800 debidas a causas humanas, el 75% pertenecían
a faunas insulares. Por otra parte, en la actualidad, mientras que el 11%
de las especies de aves del mundo se consideran amenazadas, el porcentaje
asciende al 23% si lo referimos a las especies de aves insulares. De hecho,
los sistemas habituales de cálculo previsible de las tasas de extinción
de especies en ecosistemas alterados estriban fundamentalmente en aplicar
los fundamentos de la Teoría de la Biogeografía Insular de
Wilson y MacArthur a la reducción de la superficie inalterada. En
el caso de las islas, las curvas de extinción de especies en relación
con la reducción superficial del ecosistema natural son más
aplanadas que en los continentes, lo que quiere decir que los procesos
de extinción se dan antes y con mayor celeridad que en los continentes,
lo que, por otra parte, representa una consecuencia lógica y esperable.
Si a ello añadimos el hecho de que, aunque las faunas y floras insulares
son, en relación con las continentales, menos ricas y diversificadas,
pero mucho más singulares y únicas (lo que se puede comprobar
en las altas tasas insulares de endemicidad, esto es, la frecuencia de
especies que sólo existen en el ámbito insular considerado
y en ninguna parte más del planeta), obtendremos una perspectiva
general del drama insular. Eso quiere decir que una extinción insular
suele aunar la desaparición local con la desaparición planetaria:
una desaparición que, como toda extinción biológica,
es irreversible (¿qué valor concedemos a eso?): un empobrecimiento
insular y mundial: una isla más pobre y un mundo más pobre.
¿Cuánto podemos resistir en el proceso de reducción de la biodiversidad? ¿Cuántas especies más pueden desaparecer local o globalmente sin que consideremos que la situación es definitivamente crítica y advirtamos una desestabilización ambiental insoportable? ¿Cuántos ecosistemas pueden desaparecer sin que el crack definitivo se manifieste con toda su magnitud? ¿Hay algún sistemas de valoración para todo esto?
Desde luego la biodiversidad es la base y la clave de la sostenibilidad del planeta tanto a una escala local o regional como a una escala global. De ella dependen lo que anteriormente llamamos los "servicios ecológicos", una serie de procesos que van desde la función fotosintética (la única vía importante de ingreso e incorporación de la energía a la fracción viva de los ecosistemas) hasta la estabilización climática o la composición atmosférica (ese 21% del aire que es oxígeno no es más que un producto directo de la vida). En medio, la formación de suelos, la estabilización de laderas, el funcionamiento del ciclo del agua, la provisión de nutrientes orgánicos,... Son esos servicios ecológicos que forman parte del "Valor de Uso Indirecto" y para los que no tenemos mecanismos de estimación (entre otras cosas porque su valor global es, en cualquier caso, inestimable, dado que de ellos dependemos de forma absoluta, tanto individual como colectivamente) los ejes centrales de la "sostenibilidad ecológica" que nos ofrece la trama de la vida y sobre los que deberíamos asentar nuestros modelos de desarrollo humano, eso que queremos calificar de desarrollo sostenible y que se parece tan poco a lo que realmente estamos haciendo ahora. Por eso, resulta necesaria la configuración de una economía del desarrollo sostenible, o economía ecológica, además de incorporar valores éticos que aborden el tema de la distribución equitativa de los beneficios obtenidos por el uso de los recursos, y de habilitar sistemas capaces de asegurar una optimización en la asignación de usos para los recursos existentes que no sólo tenga en cuenta la "mano invisible" del mercado, sino que evite ese "pie invisible" del que hablaba Daly que patea los bienes colectivos. Una economía de la sostenibilidad que evite la actual asignación ineficiente en lo económico e injusta en lo ético. Además de todo ello, el desarrollo sostenible tiene que atender a la capacidad de carga o de sustentación de los ecosistemas: a la cuestión del tamaño y la escala que ocupa nuestro sistema socioeconómico en el seno del sistema ecológico Tierra: un sistema no creciente, limitado y cerrado, del que dependemos absolutamente. Alcanzar la sostenibilidad ecológica tiene que ver también con la habilitación de nuevas herramientas conceptuales y operativas para el analisis y la toma de decisiones. Iniciativas como la del proyecto "Europa Sostenible" de "Amigos de la Tierra", a partir de la noción de "espacio ambiental", desarrollada con el aporte de la metodología generada en el Instituto Wuppertal de Alemania, hoy desarrollada también en el nuevo programa "Uso Sostenible de los Recursos en Europa" ("SURE") va en esa línea de tratar de favorecer un planteamiento verdaderamente sostenible en el uso (asignación), distribución y escala de los recursos por sociedades industriales e impactantes sobre su medio y sobre las otras poblaciones humanas del planeta como son las europeas.
En este nuevo y necesario enfoque de la "sostenibilidad" de nuestras actuaciones y de nuestros modelos de desarrollo, la cuestión de una nueva forma de valorar la biodiversidad adquiere una importancia crucial. Pero no requiere que tratemos por todos los medios de seguir otorgando valoraciones monetarias a la biodiversidad, en la línea de la necedad de que nos hablaba Machado en la cita del comienzo de este artículo, sino de advertir que el valor es algo mucho más complejo y multidimensional que la asignación de un precio.
Para acabar, sólo dos referencias más. La primera, procedente del ecólogo norteamericano Paul Ehrlich, ya mencionado, que al ser preguntado acerca del momento en el que es irreversible y crítica la reducción de la biodiversidad (frecuentemente en nuestra mente reduccionista queremos saber en qué momento nos resulta definitivamente intolerable una actuación para poder asomarnos lo más posible al peligro o para obtener la mayor cantidad de beneficio monetario de nuestro riesgo) acudió a un visible ejemplo: el de un pasajero diario de un avión (pongamos por caso de Lanzarote a Gran Canaria) que cada día observa que al aparato le falta un remache. Si los primeros días no le concede mayor importancia, ¿en qué momento dejará de subir al avión por precaución?.
Pero si la propuesta de Ehrlich nos puede enfrentar con la imposibilidad de determinar los límites del riesgo ambiental con precisión, más sabia aún es la respuesta de quien al ser preguntado acerca de una cuestión similar respondió que la pregunta verdaderamente importante que deberíamos hacer es acerca de las características del mundo en el que nos gustaría vivir.