La evolución del concepto
de Naturaleza
y la enseñanza de las
Ciencias de la Tierra:
de Hutton a los cazadores de
planetas
Francisco Anguita
Hace sólo medio siglo
el hombre culto aún concebía la Tierra como un lugar para
utilizar a su antojo. El cambio de actitud producido a favor del pensamiento
ecologista debe
considerarse por lo tanto una revolución psicológica
de envergadura histórica, cuyos valores
tienen, además, una gran utilidad en el aula. Procedimientos
como la Protección Planetaria,
empleados ya sistemáticamente en la exploración del Sistema
Solar, demuestran que este tipo de
ideas se ha incorporado a la investigación científica
de punta. El conjunto
Ciencia-Ética-Enseñanza forma una base poderosa sobre
la que organizar la formación de los
ciudadanos del futuro.
Introducción
El sentido de la vida es
una obra clásica de la escuela psicoanalítica vienesa. La
escribió en 1931 Alfred Adler, discípulo, colega, y al
final disidente de Sigmund Freud. En
ella encontré una idea que me pareció curiosamente cándida:
"...de alguna manera, los hombres son las más débiles
de entre todas las criaturas. No tenemos
la fuerza del león o del gorila, y muchos animales están
mejor preparados para hacer frente por
sí solos a las dificultades de la vida. Algunos animales compensan
su debilidad mediante la
asociación, se unen en manadas; pero los seres humanos necesitan
una cooperación más variada y
profunda que la que podemos encontrar en ninguna otra parte..."
Muchos estarían hoy
de acuerdo en que esta cooperación variada y profunda ha sido
demasiado eficaz. Aunque ha habido mucha polémica respecto al
número de extinciones debidas a
sobrecaza, algunos casos no ofrecen dudas: por ejemplo, el mamut se
extinguió en Siberia y
Norteamérica prácticamente al mismo tiempo, hace 11.000
años, y en todos los campamentos
prehistóricos de la época se hallan huesos de este animal.
Muchos otros animales desaparecen de
Norteamérica en las mismas fechas, y en general se puede estudiar
una ola de extinciones que
desciende hacia el sur de América a medida que Homo sapiens
invade el continente. En las islas
este impacto es especialmente nítido: en Nueva Zelanda los maoríes
acabaron con más de treinta
especies de vertebrados en sólo mil años. No está
de más subrayar que las extinciones no se
deben tan sólo a predación directa, sino sobre todo a
la destrucción de los ecosistemas a los
que las víctimas se habían adaptado.
Además de empobrecer
la biosfera, estas extinciones tuvieron un efecto secundario
decisivo: la caza masiva fue uno de los grandes instrumentos con los
que se sostuvo una
importante población (entre 5 y 10 millones) humana hasta que,
hace 10.000 años, la agricultura
se encargó de tomar el relevo, y llevó la población
mundial hasta 300 millones. El final de
esta historia de crecimiento exponencial es ampliamente conocido. Así
pues, puede afirmarse que
la débil humanidad ha logrado su predominio absoluto sobre la
Tierra en competencia con los
fuertes animales salvajes, y que de la sobrecaza hemos pasado, casi
sin escalas, a la
superpoblación.
El que en una fecha tan reciente
como 1931 un representante caracterizado de la cultura
europea fuese tan ingenuo respecto a las relaciones entre Humanidad
y Naturaleza me llevó a
explorar otros textos contemporáneos: ¿Era Adler representativo?
En el ensayo El malestar en la
cultura encontré una respuesta:
"El comienzo es fácil: aceptamos como culturales todas las actividades
y los bienes útiles para
el hombre: a protegerse contra los elementos, a poner la tierra a su
servicio...El hombre ha
llegado, por así decirlo, a ser un dios con prótesis,
bastante magnífico sólo cuando se coloca
todos sus artefactos. Por otra parte, tiene derecho a consolarse con
la reflexión de que este
desarrollo no se detendrá precisamente ahora: tiempos futuros
traerán nuevos y quizá
inconcebibles progresos. Así, reconocemos el elevado nivel cultural
de un país cuando
comprobamos que en él se realiza con perfección y eficacia
todo cuanto atañe a la explotación
de la tierra por el hombre...Así, los medios de transporte serán
frecuentes, rápidos y seguros,
y los animales salvajes y dañinos habrán sido exterminados...".
Año de publicación,
1930; autor, Sigmund Freud. Así pues, Adler era representativo.
Hay
que admitir que hasta bien entrado el siglo XX el hombre seguía
considerando su planeta como
una finca. Cierto que hoy las cosas son muy distintas:
"Entonces vino la Ciencia y nos enseñó que nosotros no
somos la medida de todas las cosas."
Carl Sagan, Un punto azul pálido, 1994. Pero, ¿es que
no había Ciencia antes de los años 90? El
conflicto se define así con nitidez: hasta muy recientemente,
la Ciencia ha apoyado, en nombre
de la cultura, un sometimiento sin límites de la Naturaleza
a la Humanidad.
De la finca sin historia de James Hutton al debate sobre el crecimiento
James Hutton (Edimburgo,
1726-1797) es considerado el padre de la Geología por su
asombrado descubrimiento de la antigüedad de la Tierra, aunque
Gould (1987) atribuye este
encumbramiento al chauvinismo de Lyell y Geikie, que preferían
un padre británico a pesar de
que cerca de la mitad de la Theory of the Earth (1795) esté
formada por citas (sin traducir) de
autores franceses. Un leit motiv persistente en la obra del naturalista
escocés, y hoy muy
combatido, es el carácter ahistórico del devenir del
planeta: para Hutton, en efecto, la Tierra
es, a través del tiempo, esencialmente igual a sí misma.
Parece demasiado evidente, al estudiar
su obra y su biografía, que Hutton careció de todo apoyo
empírico para esta afirmación. ¿Cuál
es, entonces, su motivo? El propio autor lo precisa en seguida: Hutton
necesitaba una Tierra
estable, "...adaptada al propósito de ser habitable,...un mundo
construído con asombrosa
sabiduría para el crecimiento y población de una gran
diversidad de plantas y animales, y un
mundo peculiarmente adaptado al propósito del hombre, el cual...determina
su producción a su
gusto."
Como hemos visto, esta idílica
perspectiva antropocéntrica persistió hasta bien entrado
el siglo XX. Pero en 1972, Meadows y Meadows escandalizaron al mundo
con su informe (encargado
por el Club de Roma) "Los límites del crecimiento", en el que
trataban de responder a una
cuestión de fondo: ¿Tenía futuro el desarrollo
económico indefinido, o había que poner límites
al crecimiento? Las conclusiones del informe se resumían así:
"1. Si las presentes tendencias en población mundial, industrialización,
contaminación,
producción de alimentos y agotamiento de rcursos continúan
sin cambios, los límites al
crecimiento en este planeta se alcanzarán en algún momento
durante los próximos cien años .
El resultado más probable será un descenso brusco e incontrolable
tanto en la capacidad
industrial como en la población.
2. Es posible cambiar estas tendencias de crecimiento y establecer una
situación de estabilidad
ecológica y económica que sea sostenible a largo plazo.
Este estado de equilibrio global podría
ser diseñado de forma que las necesidades materiales básicas
de cada persona en la Tierra sean
satisfechas, y que cada persona tenga iguales oportunidades de realizar
su potencial humano
individual.
3. Si los habitantes del planeta deciden esta segunda opción
en lugar de la primera, sus
probabilidades de éxito serán mayores cuanto antes comiencen
a trabajar por ellas."
Estas conclusiones tuvieron
un efecto momentáneo, pero tan pronto como se superaron los
efectos coyunturales de la crisis del petróleo de 1973, los
países industrializados volvieron a
comportarse como ciudades alegres y confiadas: si bien proclamaron
el fin del desarrollismo,
continuaron sus prácticas económicas consumistas, con
el máximo crecimiento anual del producto
nacional bruto como objetivo supremo. El proceso macroeconómico
continuaba igual que si no
existieran límites al crecimiento industrial ni al proceso de
acumulación de riqueza por los
países desarrollados, mientras se agigantaba la brecha entre
éstos y el Tercer Mundo.
Las críticas hacia
el modelo sociopolítico propuesto por las sociedades industriales
de
Occidente fueron el principal motor ideológico del movimiento
ecologista. Pero el informe del
Club de Roma sufrió ataques desde dos posiciones contrapuestas.
La primera fue la trinchera de
los ecologistas radicales, quienes tacharon de neomalthusianos a los
defensores de poner
límites al crecimiento, a causa de su énfasis (que los
radicales veían desmesurado) en el
agotamiento de los recursos por una población en crecimiento
exponencial, en especial tras la
reducción de las tasas de mortalidad en el Tercer Mundo. En
efecto, los defensores más
acérrimos de los límites del crecimiento argumentaban
que los individuos son incapaces de
colocar los intereses colectivos por encima de los privados; y, puesto
que la Medicina moderna
había quebrado los controles naturales previstos por Malthus,
llegaron a proponer el uso de
medios preventivos, incluso coercitivos, para conservar los recursos
y controlar la población.
Algunos han tachado este tipo de posturas de ecofascismo.
El segundo, y mucho más
esperable, contraataque a las ideas sobre los límites del
crecimiento se produjo desde las filas de los ideólogos de la
sociedad industrial. Un paradigma
de esta postura es "Lo pequeño es estúpido" (1996), un
libro del economista inglés Wilfred
Beckerman definido por su propio autor como "políticamente incorrecto"
y cuyo título parodia el
"Small is beautiful" escrito por Fritz Schumacher en 1973 como estandarte
del movimiento
ecologista.
"...la mayoría de las críticas al crecimiento económico
no sólo contienen errores de lógica o
de hecho: están asimismo divorciadas de la realidad...porque,
en ausencia de alguna
transformación en las actitudes humanas (cosa que no se ha producido
a pesar de las constantes
advertencias de poderosas religiones durante miles de años),
la naturaleza humana no ha
abandonado todavía el objetivo de un incremento de prosperidad.
Para muchos, este incremento es
una oportunidad de librar al mundo de la pobreza y del trabajo pesado,
lo cual significa que si
abandonar el crecimiento fuese un objetivo político, habría
que abandonar también la
democracia. Y, tal como la experiencia de los años 80 ha demostrado,
ni siquiera los regímenes
totalitarios pueden, en último término, sobrevivir si
fracasan en proporcionar el incremento en
nivel de vida al que aspira la población."
Respecto al problema del
agotamiento de los recursos, Beckerman argumenta con
estadísticas en la mano:
"En cuanto al temor de que nos vayamos a quedar sin recursos minerales
no renovables, la
advertencia de que pudiéramos acercarnos al agotamiento de determinados
materiales clave hacia
finales de siglo fue respaldada por el famoso informe de 1972 al Club
de Roma "Los límites del
crecimiento". Este estudio, que contenía una impresionante colección
de diagramas y cuadros
producidos por ordenador para darle un aire de precisión científica
y de autenticidad,
deslumbró a muchos que deberían haber sido más
cautos..." (aquí cita el autor irónicamente a un
obispo anglicano, para quien "...el ordenador añade precisión
a lo que normalmente se vería
como una mera profecía de ecologistas chalados...").
Para justificar su afirmación,
Beckerman inserta un cuadro que presenta el
crecimiento de los recursos entre 1970 y 1989. Este proceso, aparentemente
mágico, tiene su
clave, según este autor, en el mercado y sus mecanismos compensatorios:
cuando las reservas de
una materia merman su precio sube, lo que estimula no sólo nuevas
prospecciones, sino también
más ahorro, reciclaje y búsqueda de productos alternativos.
Pero la mejor demostración de que
las ideas de Beckerman no constituyen una opinión aislada son
las conclusiones de la cumbre de
la OCDE (Bonn, 1986), que recomendaba:
"1. Un crecimiento económico sostenido, en los países
desarrollados, de al menos un 3 a 4%
anual.
2. Una expansión significativa del comercio mundial, que permitiese
a los países en vías de
desarrollo incrementar sus exportaciones.
3. Bajar los tipos de interés.
4. Reprogramar las deudas de los países subdesarrollados hasta
que éstos consiguiesen
beneficios por exportaciones."
Sin embargo, en la década
siguiente, un desarrollo perverso de este esquema ha
permitido la descapitalización progresiva del Tercer Mundo,
que ha pasado a alimentar cada vez
más al Primero, con el consiguiente deterioro del nivel de vida
de aquél, particularmente en
África.
2. Un intento de síntesis: el concepto de Desarrollo Sostenible
El término "desarrollo
sostenible" (sustentable, en otras traducciones de la palabra
inglesa sustainable) se comenzó a usar a principios de los años
70; su empleo en 1987 en el
famoso informe de la Comisión Brundtland lo convirtió
en una contraseña inexcusable en el
lenguaje de las organizaciones internacionales dedicadas a tratar problemas
de desarrollo. El
desarrollo sostenible se ha definido como aquél que es solidario
y compatible con la
conservación del medio ambiente, y que además no compromete
las necesidades de las generaciones
futuras: en suma, un desarrollo impregnado de solidaridad inter e intrageneracional,
en el que
las lecciones de la ecología serían aplicadas a los procesos
económicos.
También el concepto
de desarrollo sostenible ha sido objeto de duros ataques. Por una
parte, desde el ecologismo, que argumenta que por definición
todo desarrollo es insostenible.
Por ejemplo, en "Pobreza, desarrollo y medio ambiente" (1977), Joan
Martínez Alier plantea que
el desarrollo sostenible, como todo desarrollo, produce efectos negativos
(contaminación,
agotamiento de recursos, estrés), algunos de los cuales destruyen
su propia base material. Esto
lleva a la contradicción de que un fenómeno, el desarrollo,
que el pensamiento económico (y
psicológico) tradicional identificaba como algo deseable se
contemple ahora por algunos como
contradictorio, si no declaradamente negativo:
"El Informe Brundtland sostiene que el crecimiento es, en principio,
bueno para la economía, e
incluso sugiere una cifra del 3% anual. La ilusión del crecimiento
económico continuado es
alimentada por los ricos del mundo para tener a los pobres en paz.
Por el contrario, la idea
correcta es que el crecimiento económico lleva al agotamiento
de los recursos (y a la
contaminación), y eso perjudica a los pobres. Existe un conflicto
entre la destrucción de la
Naturaleza para ganar dinero, y la conservación de la Naturaleza
para sobrevivir. Este
conflicto representa también un enfrentamiento entre la tecnología
occidental y el conocimiento
indígena..."
Otros expertos (como Michael
Redclift en "Sustainable development: exploring the
contradictions", 1987) culpan a la estructura de la economía
internacional (y, en concreto, a
la presión a favor del crecimiento económico para satisfacer
demandas exteriores en una época
de grave endeudamiento) del empeoramiento del medio ambiente en muchas
zonas del Tercer Mundo.
Esto se ha achacado, en buena lógica, a que ni los modelos económicos
liberales ni los
marxistas tienen en cuenta el medio ambiente, mientras que las posturas
ecologistas
proporcionan tan sólo unas orientaciones muy vagas sobre cómo
edificar una relación más
constructiva con la Naturaleza. Y si no podemos confiar en las fuerzas
del mercado, tendremos
que hacerlo en los acuerdos internacionales, difíciles de conseguir
y más aún de hacer cumplir.
Un factor añadido de complicación lo constituyen las
posturas casi opuestas (reflejo de valores
lógicamente distintos) que defienden los ecologistas de los
países desarrollados en contraste
con los del Sur. Pero tanto unos como otros son ignorados sin ningún
escrúpulo cuando chocan
con intereses nacionales, políticos o estratégicos.
Desde las posiciones industrialistas
los ataques tienen, como es lógico, otro cariz.
Oigamos de nuevo a Beckerman:
"Los recursos son limitados o no. Si lo son, el único modo de
asegurarnos de que duran para
siempre es dejar de utilizarlos. No basta con detener el desarrollo
económico: los niveles de
consumo deberían reducirse a niveles infinitesimales para que
los recursos limitados duraran
siempre.
"Ahora bien, supongamos que seguimos creyendo que algún día
la actividad económica dejará de
crecer y empezará a menguar debido a la limitación de
los recursos. ¿Qué supondría esto?
¿Decidimos abandonar alguna producción ahora para poder
disponer de más en un futuro lejano,
que es lo que los ecologistas nos urgen a hacer? ¿Qué
es preferible, que diez millones de
familias vivan mejor en los próximos cien años, o que
cien familias vivan mejor en los próximos
diez millones de años? ¿A cuántas de las primeras
estamos dispuestos a sacrificar a favor de
una probabilidad incierta de las segundas? Y, ¿por qué
detenerse en crecimiento cero? ¿Por qué
no suprimir la producción por completo? Después de todo,
¿qué tiene de especial el número cero?
¿Por qué no aminorar el crecimiento al 1% anual, o al
-2,2%? Cuanto más se recorte la
producción, más durarán los limitados recursos.
¿O es que la cifra cero tiene un atractivo
místico para los ecofatalistas?"
3. El conflicto, en el aula: las Ciencias de la Tierra y el Medio Ambiente
Esta materia, calificada
como la única gran innovación del nuevo Bachillerato, ha
despertado una oleada (que crece, a medida que crece también
su implantación) de opiniones
contradictorias, y no sólo en el profesorado de los Departamentos
de Biología y Geología de los
Centros de Educación Secundaria encargados de impartirla, sino
también, y esto es más original,
entre el profesorado universitario a quien se ha encomendado su regulación
en las Pruebas de
Acceso a la Universidad (Sequeiros y Bach [editores(, Las Ciencias
de la Tierra y del Medio
Ambiente, número monográfico de la revista "Enseñanza
de las Ciencias de la Tierra"). El debate
no respeta nada, ni siquiera la presunción de racionalidad que
se supone a toda materia: en
opinión de algunos (Pascual, 1998), se
trata de un monstruo bicéfalo nacido de una componenda
ministerial para hacer desaparecer la Geología como troncal
y dar al mismo tiempo alguna
satisfacción a los docentes de Secundaria titulados en Geología.
Este autor razona la necesidad
de una materia de Ciencias de la Tierra como herramienta intelectual
imprescindible para que el
ciudadano culto del futuro próximo comprenda el mundo en el
que vive; así como de unas Ciencias
Ambientales, las encargadas de concretar en el aula los problemas ecológicos
actuales y
previsibles. Otras, en cambio (López Llamas, 1998) saludan al
nuevo curso como la respuesta
necesaria para "comprender, asimilar y actuar en consecuencia ante
los cambios que el ser
humano provoca en el entorno...". Por último, algunos, aceptando
el curso en su estructura
básica, objetan su largo título y preferirían
el más simple de "Ciencias Ambientales" (Catalán
et al., 1998).
En cuanto al fondo de la
cuestión: preguntados los profesores de Secundaria por los
posibles motivos del Ministerio de Educación para introducir
la nueva materia, las opiniones
oscilan entre las de los que celebran su oportunidad ("las cuestiones
medioambientales no
tenían hasta ahora lugar propio en el Bachillerato...") hasta
los que acusan a la
Administración de oportunismo ("...como el medio ambiente está
de moda..."). En lo que hay
coincidencia es en que, una vez impartida la materia, los profesores
se quejan de las
dificultades que provoca un temario tan amplio, pero también
constatan una actitud positiva de
la mayoría del alumnado (de Lemus, 1998).
En cuanto a la planificación
de la asignatura, es evidente que la novedad de su temario
ha estimulado la creatividad de muchos profesores. Catalán et
al. (1998) desarrollan un esquema
básico , que les sirve para desarrollar el curso en seis unidades
didácticas:
1. Humanidad y Medio Ambiente.
2. La contaminación atmosférica.
3. La gestión del agua.
4. Geología ambiental.
5. Erosión y desertización.
6. La pérdida de la diversidad.
Por su parte, López
Llamas (1998) elige entre dos enfoques posibles: descarta seguir
una perspectiva disciplinar, en la cual los sistemas terrestres (atmósfera,
hidrosfera...)
serían estudiados secuencialmente, seguidos por las categorías
propiamente medioambientales
(riesgos, recursos, impactos) para decidirse, por más integradora,
por una variante en la que
los problemas (la contaminación del aire, la erosión
del suelo,...) ocupan el lugar central y
sirven de excusa para introducir los conceptos científicos pertinentes.
Así se evita la
división, tan típica en la enseñanza tradicional,
en clases "de teoría" y sesiones "de
prácticas". En lugar de ello, un problema (que, además,
puede ser real) es el arranque y el
núcleo de la unidad didáctica. Como ejemplos de los dos
enfoques se ilustran esquemas de una
unidad didáctica organizada según la opción clásica
(Fig. 4) y otra (referente al mismo
concepto, atmósfera-cambio climático, Fig. 5) construida
según el esquema alternativo.
Por si la multiplicidad de
posibles enfoques de la materia fuese poca, cada Comunidad
Autónoma ha emitido su propia versión del programa, que
a su vez ha generado sus propios
problemas. Así, en Andalucía se propuso una importante
sobrecarga de contenidos geológicos, con
la intención de compensar el déficit de Geología
del nuevo Bachillerato; pero este
planteamiento extremo dio lugar a una reacción hacia un temario
más equilibrado (Valdivia,
1998).
Por último, lo más
importante: la ideología. Es éste un curso donde sólo
los profesores
muy hábiles conseguirán librarse de explicitar la suya,
sobre cuestiones que nos afectan (de
cerca o de lejos, y cada vez hay menos distinciones) a todos. Sequeiros
(1998) propone cinco
posibles ideologías para plantear la materia:
1. Tecnocrática. Centrada
en los riesgos, inevitables y corregibles consecuencias del
desarrollo técnico.
2. Cientifista. Considera
que el curso es una yuxtaposición de Geología y Ecología,
con
alguna insistencia en recursos y riesgos.
3. Catastrofista. Todo desarrollo
tecnológico es malo, por lo que el planeta (puesto
que el desarrollo existe) se encamina inevitablemente hacia el caos.
4. Política. Todo desarrollo es bueno, los riesgos son imaginarios.
5. Ecosolidaria. Centrada
en el optimismo. El Primer Mundo es malo, el Tercer Mundo es
bueno, las ONGD arreglarán cualquier desaguisado industrialista.
El Desarrollo es Sostenible.
¿En qué ha
quedado, en la práctica, el experimento didáctico? En algo
discutible, y por
ello decididamente interesante. Los profesores estudian, protestan,
inventan, se adaptan, se
rebelan. No cabe duda de que, fuese cual fuese la intención
de las autoridades educativas al
introducir el nuevo curso, la novedad ha removido el panorama de la
enseñanza preuniversitaria
de las Ciencias en este país, un panorama estancado durante
demasiado tiempo.
4. El problema medioambiental y las Ciencias de
la Tierra en el futuro (o ¿tienen derechos las
bacterias?)
Una pregunta que debería
plantearse ante una reforma del contenido científico del
sistema educativo es: ¿Está la reforma siguiendo el mismo
camino que la Ciencia? Una pregunta
especialmente iluminadora en el caso de las Ciencias de la Tierra y
Medioambientales. Las
últimas décadas han visto los históricos primeros
pasos de Homo sapiens fuera de su cuna: el
comienzo de la exploración del Sistema Solar. Casi desde el
principio, el ser humano llevó
fuera de la Tierra sus preocupaciones medioambientales. Se definió
el concepto de "Protección
Planetaria" como la prevención de la contaminación de
la Tierra o de otros cuerpos en el curso
de la exploración planetaria. En el caso de Marte, por ejemplo,
la adopción de este concepto
obliga a esterilizar todas las sondas que pretendan aterrizar, y a
preesterilizar (montaje en
una cámara aséptica y limpieza quirúrgica de todos
los componentes) todos los orbitadores.
Otra gran cuestión
científica que se planteará en el futuro es la referente
a la
"terraformación", o transformación del ambiente de un
cuerpo planetario para permitir la
existencia sobre él de vida terrestre. De nuevo el objetivo
es Marte, el único planeta del
Sistema Solar sobre el cual (quizá) se podría intentar
este experimento (McKay et al., 1991).
Un experimento con evidentes implicaciones éticas: para algunos
(Zubrin, 1993), emprender este
proceso solamente sería admisible si Marte no albergase una
biosfera propia. Otros, en cambio,
argumentan que los posibles microorganismos marcianos probablemente
evolucionaron bajo una
atmósfera densa como la que surgiría de la terraformación,
la cual, por lo tanto, no supondría
ninguna agresión sino una vuelta a las condiciones primitivas.
En cuanto a la licitud de una
posible colonización con microorganismos terrestres, se especula
que los polos marcianos
seguirían estando a una temperatura muy inferior a cualquiera
terrestre, lo que permitiría la
persistencia de nichos ecológicos exclusivamente marcianos.
Y, en último término, ¿tienen
derechos las bacterias? Cuando sufrimos alguna infección, matamos
millones mediante
antibióticos sin disculparnos. Pero este argumento es difícilmente
extrapolable a Marte, donde
sería éticamente indefendible la extinción de
toda una biosfera.
No parece necesaria una gran
extrapolación para entrever en el futuro el planteamiento
de problemas semejantes, en planetas extrasolares (Angel y Woolf, 1998).
La multiplicación de
los hallazgos de planetas lejanos implica una probabilidad elevada
de que más tarde o más
temprano hallemos biosferas sobre ellos. Los planes para realizar espectroscopía
orbital, una
técnica que en teoría permitiría detectar la huella
de la vida, cifran los primeros intentos
para sólo dentro de unos veinte años. Es muy difícil
prever cuál será en ese momento la
situación del medio ambiente en nuestro planeta; pero cabe esperar
que hayamos aprendido a
respetar los ecosistemas como una de las normas básicas de nuestro
caminar por el Universo.
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